Un duro informe de una relatora especial de la ONU llama a regular y limitar el uso de pesticidas en la agricultura y denuncia graves abusos por parte de la industria que los produce. El documento, que aborda el uso de plaguicidas no escatima en críticas a su uso ni a sus productores, y da ejemplos de sus peligrosas consecuencias negativas. Pero la asociación que agrupa a los principales productores, CropLife, ha señalado en un comunicado que colaboran con todas las agencias de la ONU para conseguir un uso responsable de estas elaboraciones y ha tachado de «infundadas» y «sensacionalistas» muchas de las afirmaciones contenidas en el estudio.
«Responsables de muertes por intoxicación», «graves efectos para las personas y para el planeta», «contaminan y degradan el suelo», «doble rasero», «fuerte presión de la industria» sobre las autoridades. Los plaguicidas químicos y sus productores —y los Gobiernos y organismos reguladores— quedan expuestos en el informe que dos relatores de Naciones Unidas han presentado al Consejo de Derechos Humanos de la organización internacional (adjuntamos el informe en su texto completo).
El documento, que aborda la cuestión del uso de plaguicidas químicos como un obstáculo para el respeto a los derechos humanos —y en concreto a obtener una alimentación adecuada— no escatima en críticas a su uso ni a sus productores, ni en ejemplos de sus peligros consecuencias negativas. Se refiere, entre otros muchos, a casos como el uso del DCBP (un producto hoy prohibido y considerado cancerígeno) en plantaciones bananeras de todo el mundo, que dio lugar a casos de esterilidad en trabajadores expuestos en Davao (Filipinas). El comunicado de la industria insiste en que tanto los Gobiernos como los propios productores se preocupan de asegurar que no haya «efectos humanos ni medioambientales negativos» si los pesticidas se utilizan de forma adecuada y responsable.
También descalifica prácticas como la venta en otros países, generalmente en desarrollo, de productos prohibidos en el propio. Y cita el caso del gigante Syngenta, que según el texto vende el polémico compuesto paraquat pese que lleva años prohibido en Suiza (sede de la compañía) y otros países. «Someter a personas de otros países a toxinas de las que se sabe que ocasionan graves daños a la salud o incluso la muerte constituye una clara violación de los derechos humanos», sentencia el documento, que lamenta la falta de información y datos sobre los daños que provocan en humanos. Con todo, cita cifras como la de 200.000 muertes anuales por envenenamiento con pesticidas en base a estudios que referencian a otros estudios, o sin mencionar que gran parte de ellas se consideran suicidios intencionados.
Los ejemplos le sirven a Hilal Elver, relatora especial para el derecho a la alimentación —junto a Baskut Tuncak, relator de tóxicos— para censurar con contundencia el modo de actuar de las grandes compañías del sector. Tras resaltar el «enorme poder» del «oligopolio de la industria química» —tres grandes grupos (Bayer-Monsanto, Syngenta-ChemChina y Dow-Dupont) controlan más del 65% de las ventas mundiales de plaguicidas—, critica que las dos primeras se nieguen a divulgar sus propios estudios sobre los efectos nocivos de sus productos. También advierte de «graves conflictos de interés» en perjuicio de los pequeños agricultores por el hecho de que esas mismas empresas controlan el 61% de las ventas comerciales de semillas.

Al tiempo, acusa a las empresas de organizar campañas para desprestigiar a los científicos que sugieren esos peligros del uso de plaguicidas, y alerta de la existencia de «puertas giratorias» entre los organismos que elaboran las normas para el sector y la industria. «Otras prácticas flagrantes son, por ejemplo, infiltrarse en los organismos federales de regulación», señala el informe. La respuesta de la agrupación industrial CropLife asegura que toman de forma voluntaria medidas para mitigar los riesgos para la salud y medioambientales, incluyendo la retirada de productos.
La actitud de las autoridades y los países también sale mal parada. En algunos casos, sostienen los relatores, por las denunciadas presiones y en otros por falta de recursos. Avisan de que muchos Estados no tienen capacidad para controlar realmente los niveles de plaguicidas que se están usando y comprobar si cumplen con los máximos aceptados. También destacan que numerosos países en desarrollo han cambiado sus políticas agrícolas: de producir tradicionalmente para consumo local han pasado a cultivos comerciales para exportar. Eso, según el texto, obliga a los agricultores a depender cada vez más de los químicos.
¿Son necesarios?
«El argumento promovido por la industria agroquímica de que los plaguicidas resultan necesarios para lograr la seguridad alimentaria no solo es inexacto sino (…) peligrosamente engañoso», defienden Elver y Tuncak. Ambos se refieren a los cálculos de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que señalan que anualmente se producen alimentos más que suficientes para todos. Las empresas del sector, en cambio, han respondido que sin herramientas como los pesticidas químicos, las pérdidas de cosechas podrían ser altísimas. El documento reitera que los plaguicidas peligrosos «se usan en exceso» y no creen que reducir su uso o buscar otros «menos peligrosos» sea una solución sostenible, sino simplemente una salida a corto plazo. Sus autores abogan por «prácticas más seguras», como sustituir productos químicos por otros biológicos, adaptar las prácticas agrícolas a entornos locales o fomentar la biodiversidad.

Precisamente Baogen Gu, oficial jefe de gestión de plagas de la FAO, admite que la agencia trabaja para que los pesticidas químicos se conviertan en el último recurso, pero añade que aún queda camino por recorrer. «Ahora mismo, los agricultores prefieren los químicos, que suelen ser el medio más barato y sencillo para proteger sus cultivos», observa. Y considera que —pese a que el objetivo final para el que trabaja la agencia es lograr una producción ecológica para todos— con los conocimientos y condiciones actuales, sería inviable prescindir inmediatamente de estos productos.
Entre ellos, alimentar a una población creciente sin agravar el cambio climático ni consumir unos recursos (tierra, agua) cada vez más limitados. El éxito de esa apuesta, dicen, debe medirse con criterios distintos a los puramente económicos. CropLife, en este sentido, insiste en que trabaja para cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible y acabar con el hambre y la pobreza en 2030. «Los productos de protección de cultivos y de biotecnología en plantas son esenciales para ayudar a los agricultores a proteger, mantener e incrementar sus cosechas».
Minimizar el uso y el riesgo
«El objetivo de la FAO es una intensificación sostenible de la producción, para aumentar la productividad sin consumir más recursos», recalca Baogen Gu, oficial senior de gestión de plagas. «Y eso supone combinar distintas técnicas, que pueden reducir enormemente el uso de plaguicidas químicos».
Por otro lado, la agencia apuesta por influir lo menos posible en el crecimiento de un cultivo sano y fomenta los mecanismos naturales de control de plagas. Desde elementos físicos, como trampas que atrapan a los causantes, hasta remedios biológicos, como microbios que acaban con la plaga, pasando por el recurso a variedades más resistentes. El objetivo, según Gu, es mantener el uso de plaguicidas químicos —»una herramienta necesaria para controlar las plagas», en palabras del experto—en niveles que se justifiquen económicamente y «minimicen los riesgos para la salud humana, animal y para el medio ambiente». Porque su abuso, como también alerta el informe de la relatora especial, genera resistencias que hacen necesarios nuevos productos y entrar así en un círculo vicioso.

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